Llevo ya unos meses pensando en escribir acerca de la degeneración de la sociedad en la que vivo, cada día más caracterizada por la falta de valores, falta de educación y falta de respeto por las normas cívicas, imprescindibles para vivir en sociedad.
Me he dado cuenta de que conforme ha ido pasando el tiempo dicha sociedad se ha ido des-socializando. Y no se vayan a pensar que soy una persona mayor chapada a la antigua, para nada, soy una mujer joven de 36 años. Tampoco piensen que creo la culpa es de la juventud, para nada, esa es la excusa fácil de la gente mayor para echarle la culpa a otros.
Les cuento, hace unos meses, cuando iba a buscar a mi hijo pequeño al cole , cuando pasaba por el paseo del río Lagares, me quedé de piedra al ver como una mujer de unos 70 años que acababa de beberse una lata de aquarius la tiraba, así sin más, al suelo, como si fuese lo normal… con el agravante de que en ese momento justo pasaba delante de un contenedor de basura. Como me indignó mucho lo que estaba viendo, y me cuesta morderme la lengua, le dije que parecía mentira que teniendo el contenedor delante tirase la lata al suelo. Saben lo que me contestó la señora? No se crean que me dijo algo así como “lo siento” “ no me di cuenta” “tiene razón”… que va! me dijo que para eso estaban los basureros… Qué les parece??? Me dieron ganas de decirle algo así como que a los cerdos les gusta andar entre mierda, pero esa vez sí que me mordí la lengua.
Esto me dio mucho que pensar. Traté de imaginar la educación que esta mujer les habría dado a sus hijos, y éstos a los suyos… Trate de imaginar la situación si hubiera sido yo la que hubiera tirado la lata, no se me ocurriría, pero aún así trate de imaginarlo… y verdaderamente se me caería la cara de vergüenza al suelo si alguien me llamase la atención, y por supuesto, trataría de disculparme.
Lo que estamos viviendo contamina a todos; niños, jóvenes y mayores; hombres y mujeres; urbanos y rurales; ricos y pobres.
El pasado domingo 2 de noviembre apareció publicado en la última página del suplemento semanal de El País el artículo Maltrato y grosería de Javier Marías que describe perfectamente todo esto de lo que les hablo. Así que como él escribe mucho mejor que yo, les dejo con su artículo.
Maltrato y grosería
Cuando escribo estas líneas, son ya sesenta y una las mujeres muertas por sus maridos o parejas, o por quienes lo fueron, o por quienes aspiraban a convertirse en tales y se vieron rechazados. Nadie acaba de explicarse por qué no sirven de nada, en lo referente a este cómputo siniestro, el endurecimiento de las leyes ni las medidas protectoras ni los aleccionamientos que se sueltan desde la prensa y las televisiones. A mí, sin embargo, no me extraña mucho que en España nada de eso haga mella, y que toda tentativa de hacer menguar el número de esos crímenes resulte más bien inútil, porque lo que no se combate es la grosería general de la gente, que de hecho va en aumento, y que es lo que propicia y alienta los comportamientos violentos. El maltrato a las mujeres no se debe ni puede tomar como algo aislado, sino que es también consecuencia del ambiente general reinante.
Todo es paulatino, pero sin duda habrán observado -los de cierta edad, me refiero- un cambio antinatural en nuestras costumbres. Siempre ha habido personas groseras, abusivas, incivilizadas, avasalladoras, ruidosas, chulas, egoístas y desconsideradas, que han ido por el mundo como si sólo existieran ellas. Pero a estas personas, tradicionalmente, se les afeaba la conducta de manera espontánea. A los que cantaban o daban voces energuménicas a las tres de la madrugada se les chistaba; al que tiraba una botella o una bolsa al suelo teniendo cerca una papelera, se le llamaba la atención; al vecino escandaloso se le protestaba; se le paraban los pies a la señora que en una cola se saltaba el turno; al que cometía una infracción con el coche y ponía a otros en peligro, se le señalaba y tal vez se lo abroncaba; no digamos al automovilista que plantaba su vehículo en medio de una calle de carril único y se bajaba a sus recados ocasionando un monumental atasco; a los infrahumanos que se dedicaban a volcar contenedores de basura o a destrozar cajeros y bancos, se los miraba con reprobación como mínimo; incluso se reprochaba a un gañán joven que no cediera su asiento en el autobús a un anciano o a una embarazada. Había unas normas de cortesía -más aún: de educación- que con frecuencia se incumplían, pero se hacía ver al incívico que las estaba quebrando, y por eso seguían siendo normas.
Esas normas han saltado por los aires y ya no funcionan como tales, lo cual es el enésimo paso para su sustitución por otras salvajes, hacia las que nos encaminamos o quizá ya hemos llegado. Hoy nadie se atreve a lo que antes era habitual, es decir, a afearle a nadie una conducta. Ya pueden pasarse la noche chillando unos botelloneros, que no habrá un solo vecino insomne que ose abrir la ventana y gritarles que ya está bien y que no hay quien duerma, porque puede recibir botellazos y pedradas. A lo sumo esos vecinos tendrán el "arrojo" de llamar a los municipales, sabedores de que éstos se quedarán cruzados de brazos. Si alguien bloquea con su coche la calle, los que vayan detrás se aguantarán pacientemente y ninguno le rechistará al muy bestia cuando reaparezca, porque se arriesgan a que éste les dé con un martillo en la cabeza, por meticones. Si alguien recrimina a unos descerebrados la destrucción gratuita de algo, es probable que se lleve una paliza o que le metan una cuchillada. Los padres a quienes sus hijos adolescentes sacuden -más bien madres, claro-, se entristecen y se callan. Estas reacciones violentas por parte de quienes no se comportan con respeto han achantado a la población, que agacha la cabeza y se fastidia. Nadie dice nada y todos miran hacia otro lado. Yo mismo dudé hace unos días: un empleado municipal de limpieza (!) estaba meando contra un arco de la Plaza Mayor de Madrid, uno de los lugares más visitados de la ciudad y que, lejos de relucir, está siempre hecho una porquería y convertido en favela, feria y basurero al mismo tiempo. Pero por fin no pude contenerme: "¿Qué, ensuciando para limpiar más luego?", le dije al pasar. Creo que me salvé de una agresión porque el tipo estaba a media faena y no debía de apetecerle una mictio interrupta, pero me llevé un par de insultos leves en lugar de una disculpa. Si al menos el funcionario hubiera contestado, como podía haber ocurrido antaño, "Es que no podía más, usted comprenda" ... Pero eso sólo era posible cuando se tenía conciencia de quebrantar una norma. Ahora el que peor se porta es el que se carga de razón -es un decir- y se pone farruco, y no tolera ni la desaprobación de sus groserías y gamberradas. Demasiada gente tiene interiorizada esta idea: "Hago lo que me da la gana y además tengo derecho". Los policías de este país padecen en general el mismo acobardamiento que los ciudadanos particulares: prefieren cruzarse de acera y no meterse en líos, aunque se les pague (mal) para lo contrario. No sirven de casi nada, en lo cotidiano.
En un lugar que cada vez más fomenta el amedrentamiento y beneficia al fuerte (bueno, otro decir, cualquier chincharelo te saca hoy una navaja y te pincha el intestino), no es nada raro que el mismo cabestro que vocifera, petardea con su moto, conduce como un matón o va por la calle a empellones sin que nunca se le diga nada, le dé una tunda a su mujer o a su ex-novia, que será siempre más débil. Que se desengañen las autoridades, empezando por Zapatero, tan justamente preocupado por el asesinato masivo de mujeres: nada mejorará en este capítulo mientras las normas básicas de convivencia permanezcan abolidas.
Javier Marias